El hombre está destinado a la búsqueda interminable, los corazones que encuentran sus pares no logran nunca, si a caso tangencialmente, conjuntar sus espectros en un mar de alteridades, en un cielo engañoso lleno de desdichadas improbabilidades, en una mirada que lo dice todo y que se extingue en un parpadeo.
El halo colorido y defectible, inexorablemente, inexplicablemente desencantadamente: palidece. La vida se anega en el tedio, en la nostalgia y en la mente derruida.
En el ímpetu afanoso de buscar y rebuscar, de perseguirla a porfía, nos privamos de la felicidad. En la cascada ininterrumpida inexorablemente todo los perdemos, el torrente nos arrastra sin tregua y nos acaba depositando remanso del tedio, inútil es tratar de emprender el camino hacia arriba, la insalvable fuerza de atracción llamada gravedad nos mantiene anclados y subsumidos, hace de nuestra mente un pequeño laberinto, un callejón sin salida.
La vacuidad nos aísla de nosotros mismos y del humano, la vacuidad nos oprime el cerebro y nos fragmenta la voluntad en inconexiones cada vez más lejanas, nada encaja después del desierto.
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